Traicionados por nuestros propios discursos



Mientras tanto, como Simón Pedro seguía de pie junto a la fogata calentándose, volvieron a preguntarle: ¿No eres tú también uno de sus discípulos? – No lo soy – negó Pedro. Pero uno de los esclavos del sumo sacerdote, pariente del hombre que Pedro le había cortado la oreja, preguntó: “¿No te vi en el huerto de los olivos con Jesús?”. Una vez más, Pedro negó, y enseguida cantó un gallo. 

Juan 18:25-27 (NTV)

Un poco más tarde, algunos de los otros que estaban allí se acercaron a Pedro y dijeron: “Seguro que tú eres uno de ellos; nos damos cuenta por el acento galileo que tienes.”

Mateo 26: 73 (NTV)

Cuando Jesús fue arrestado para posteriormente ser crucificado, los discípulos ya habían pasado algunos años a su lado, aprendiendo, escuchando, y contemplando la gloria de Jesús, el Salvador, y el divino maestro. El impacto que Jesús había causado en ellos hacía brotar de la vida de aquellos discípulos un estilo de vida diferente al del resto de la sociedad. Su forma de hablar los delataba; su paz, su gozo, su esperanza, su carácter, habían transformado sus vidas. Sin embargo, el momento de la crisis de la crucifixión causó que sus propias acciones y sus palabras los traicionaran, y traicionaran a Jesús también. El “discurso” de su vida ahora cambió radicalmente ante la presión de la sociedad. En especial en Pedro, quien se vio traicionado por su propio discurso. 

Como creyentes en el cuerpo de Cristo, nuestro estilo de vida, nuestro carácter, y nuestra forma de hablar (nuestro discurso de vida), deben separarnos, distinguirnos, como ciudadanos del Reino de Dios; sin embargo, muchas veces nuestro discurso puede sugerir otra cosa. La forman en la que nos comportamos puede pintar un “cuadro equivocado” de lo que realmente somos. 

Como ciudadanos del Reino de Dios nunca debemos permitirnos ser influenciados por el sistema de este mundo al punto en el que no exista una distinción clara, y marcada, entre una vida vivida para el mundo, y una vida vivida en Cristo. 

Aunque vivimos en el mundo, no estamos diseñados para pertenecer al sistema de este mundo o hacer las mismas cosas que se hacen en nuestro entorno social. “No imiten las conductas ni las costumbres de este mundo, más bien dejen que Dios los transforme en personas nuevas al cambiarles la manera de pensar. Entonces aprenderán a conocer la voluntad de Dios para ustedes, la cuál es buena, agradable, y perfecta.” (Romanos 12:2) 

Esto es importante porque si no tenemos cuidado, entonces podemos permitir que la influencia de la sociedad afecte la manera en la que vivimos y las palabras que salen de nuestros labios, y que nuestro “discurso de vida” nos traicione. Y cuando conscientemente conectamos nuestra vida a las personas o cosas equivocadas, nos encontraremos sujetos a producir la misma basura que el sistema de este mundo consume y produce. 

Como embajadores del Reino de Dios y ciudadanos del cielo, debemos dejar de intentar “solamente encajar”, convirtiéndonos simplemente en miembros de la multitud; en vez de eso, necesitamos dejar que nuestro verdadero carácter y ciudadanía se hagan claramente visibles, evidentes, y conocidos. No permitamos más que nuestro discurso de vida nos traicione, sino al contrario, dejemos que la obra del Espíritu Santo sea transparente como agua pura, como cristal limpio, en todo lo que hacemos y decimos. 

Puntos sugeridos para orar: 

Pidamos perdón a Dios por todas las veces que nuestra conducta, y nuestras palabras, no han sido claras y transparentes respecto a la obra que Cristo ha hecho en nuestros corazones. Expresemos a Dios nuestro genuino deseo, y necesidad, de distinguirnos de esta sociedad en hechos y en palabras.  

Demos gracias a Jesús por la obra de gran impacto que ha causado en nuestras vidas. Expresemos el valor de lo que significa para nosotros que Jesús nos ha rescatado de vidas destruidas.  Pidamos, como el apóstol Pablo, que el Espíritu Santo transforme nuestra manera de pensar de acuerdo con la Palabra viva de Dios.

Pidamos que Él nos haga de nuevo hoy para que podamos experimentar la voluntad de Dios, que siempre es buena, siempre es agradable, y siempre es perfecta.