Así estará sobre la frente de Aarón, y llevará Aarón las faltas cometidas por los hijos de Israel en todas las cosas santas, en todas las santas ofrendas que hayan consagrado. (Éxodo 28:38, RVR 1995)
¡Qué gran significado se devela y se revela en estas palabras! Sería provechoso aunque humillante, hacer una pausa por un momento y considerar este triste panorama. Las «faltas cometidas» en nuestra adoración pública (la hipocresía, la formalidad, el desinterés, la irreverencia, nuestro corazón errante y nuestro olvido de Dios) ¡resultan abrumadoras! Nuestra labor para Dios (la falta de esfuerzo, el egoísmo, la falta de cuidado, la desidia y la incredulidad) ¡es masa podrida! Nuestros tiempos de devoción personal (la laxitud, la frialdad, la negligencia, el letargo y la vanidad) ¡son un montón de tierra inerte! Y si nos fijamos con mayor cuidado, descubriremos que esta culpa será mucho mayor de lo que parece a primera vista.
El Dr. Edward Payson (1783-1827), en una carta a su hermano, escribió: «Mi parroquia y mi corazón se parecen al jardín de un holgazán. Lo que es peor, descubro que muchos de mis deseos por remediar la situación surgen de mi propio orgullo, vanidad o pereza. Observo que las malezas invaden mi jardín y sencillamente lanzo un suspiro de anhelo de que sean erradicadas. Pero, ¿por qué? ¿Qué es lo que impulsa mi deseo? Quizás sea para que pueda decirme que tengo un jardín ordenado. ¡Eso sería orgullo! O quizás sea porque deseo que mis vecinos miren por encima de la cerca y comenten qué florecido está mi jardín. ¡Eso sería vanidad! Quizás deseo la destrucción de las malezas porque estoy cansado de estarlas quitando. ¡Eso sería pereza!»
Lo cierto es que aun nuestros deseos de santidad pueden estar contaminados de motivos equivocados. Aun debajo del más verde pasto están ocultas las lombrices y para descubrirlas no necesitamos observar demasiado.
Sin embargo, qué alentador es el pensamiento de que cuando nuestro Sumo sacerdote lleve «las faltas cometidas en todas las cosas santas» también llevará sobre su frente las palabras: «Santidad a Jehová» (v. 26, RVR 1995). Aunque Jesús cargó con nuestro pecado, él no presentó nuestra falta de santidad ante el rostro del Padre sino su propia santidad.
¡Que por gracia podamos ver a nuestro gran Sumo sacerdote por medio de los ojos de la fe!
De la pluma de Jim Reimann:
Alabado sea el Señor porque los creyentes reciben la santidad de Cristo y están revestidos de su justicia y no de la nuestra porque «todos nuestros actos de justicia son como trapos de inmundicia» (Isaías 64:6).
«Me deleito mucho en el SEÑOR; me regocijo en mi Dios. Porque él me vistió con ropas de salvación y me cubrió con el manto de la justicia. Soy semejante a un novio que luce su diadema, o una novia adornada con sus joyas» (Isaías 61:10).
Recuerda, hermano, que «se han acercado a Dios, el juez de todos; a los espíritus de los justos que han llegado a la perfección; a Jesús, el mediador de un nuevo pacto; y a la sangre rociada, que habla con más fuerza que la de Abel» (Hebreos 12:23-24).
Padre celestial, danos ojos celestiales para ver a nuestro perfecto Salvador, el único que «puede salvar por completo a los que por medio de él se acercan a Dios, ya que vive siempre para interceder por ellos. Nos convenía tener un sumo sacerdote así: santo, irreprochable, puro, apartado de los pecadores y exaltado sobre los cielos» (Hebreos 7:25-26). ¡Gracias por él!